Carne de Zen, Huesos de Zen

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Antología de Cuentos Zen.
(Fragmento)

PRESENTACIÓN

El primer patriarca Zen, Bodhidharma, trajo el zen desde la India a la China en el siglo sexto de nuestra era. De acuerdo a su biografía, escrita en el año 1004 por el maestro chino Dogen, después de haber transcurrido nueve años desde su llegada, Bodhidharma deseó volver a su país natal, y congregó a sus discípulos para comprobar hasta qué punto habían comprendido sus enseñanzas.
Según mi parecer, declaró Dofuku, la verdad está más allá de la afirmación o la negación, ya que ésta es la forma en que se mueve.
Bodhidharma replicó: Obtuviste mi piel.
A continuación, la monja Soji expresó su opinión: Creo que es como la visión de Ananda con respecto a la Tierra del Buda: se le ve una vez, y jamás de nuevo.
Bodhidharma dijo: Obtuviste mi carne.
Seguidamente, Doiku manifestó: Los cuatro elementos lo luminoso, lo aéreo, lo fluido y lo sólido están completamente vacíos, y los cinco Skandhas no existen. Tal como yo lo veo, la única realidad es la nada.
Bodhidharma comentó: Obtuviste mis huesos.
Por último, Eka se inclinó reverentemente ante su maestro y permaneció donde estaba sin decir palabra.
Bodhidharma dijo: Tienes mi tuétano.

El zen de los antiguos era tan puro, que su recuerdo se ha conservado como un tesoro a lo largo de los siglos. He aquí fragmentos de su piel, de su carne y de sus huesos, pero no de su tuétano, que nunca se encuentra en las palabras.

El carácter abierto del zen ha inducido a muchos a pensar que sus fuentes se remontan a los tiempos anteriores al Buda (500 a. de C.) El lector podrá juzgar por sí mismo, pues tiene aquí reunidos por primera vez en un libro, las experiencias zen, los problemas de la mente, las etapas de la toma de conciencia y el testimonio de una enseñanza similar que la precede en muchos siglos.

Las historias zen que componen este libro fueron publicadas por primera vez en 1939 por Rider and Company, Londres, y David Mckay Company, Filadelfia.

En estas historias se narran experiencias verídicas de maestros zen chinos y japoneses a lo largo de un período que abarca más de cinco siglos.
La presente edición de este texto en lengua castellana ha sido posible gracias a tres personas Paul Reps, compilador de las historias, gran conocedor del budismo zen y autor de Zen Telegrams, Square Sun Square Moon, Unwrinkling Plays y 10 ways to Meditate.

Nyogen Senzaki fue un estudiante budista de renombre internacional. Nació en el Japón, de padres chino-japoneses, fue abandonado por estos en un campo y recogido por un monje budista, que fue su primer maestro. Más tarde, Senzaki se convirtió en un “monje sin hogar” y vagabundeó por todo el Japón, tras lo cual se estableció definitivamente en California. Su colaboración ha sido fundamental a la hora de dirimir criterios idiomáticos de la compleja caligrafía oriental.

Ramón Melcón López¬-Mingo, gran conocedor y estudioso de las religiones y en particular del budismo zen, ha vertido al castellano estos manuscritos con la agudeza lingüística que le caracteriza.

Ha redactado notas a pie de página de un interés fundamental para la total comprensión histórica de la obra.
Con todo ello, la presente versión en lengua castellana pasa a ser la más completa de las editadas hasta ahora tanto en nuestro continente como fuera de él.

LA TAZA DE TÉ

Nan-in, un maestro japonés de la era Meiji [1868-1912] recibió cierto día la visita de un erudito, profesor en la Universidad, que venía a informarse acerca del zen. Nan-in sirvió el té. Colmó hasta el borde la taza de su huésped, y entonces, en vez de detenerse, siguió vertiendo té sobre ella con toda naturalidad. El erudito contemplaba absorto la escena, hasta que al fin no pudo obtenerse más. ‘Está ya llena hasta los topes. No siga por favor’.

‘Como esta taza’ dijo entonces Nan-in, ‘estás tú lleno de tus propias opiniones y especulaciones. ¿Cómo podría enseñarte lo que es el zen a menos que vacíes primero tu taza?’.

OBEDIENCIA

A las charlas del maestro Bankei, asistían no solo estudiantes de zen, sino personas de toda condición y creencia. Bankei no recurría jamás a citas de los sutras, ni se enzarzaba en discusiones escolásticas. Sus palabras le salían directamente del corazón e iban dirigidas a los corazones de sus oyentes.

Sus largas audiencias acabaron irritando a un sacerdote de la escuela Nichiren, cuyos adeptos lo habían abandonado para ir a oír hablar de zen.
Cierto día, este egocéntrico sacerdote se encaminó hacia el templo donde disertaba Bankei, con el propósito decidido de entablar con él un duro combate.
¡Eh, tú, maestro zen¡, gritó. Atiende a esto. Quienquiera que te respete te obedecerá en cuanto digas, pero un hombre como yo no profesa respeto alguno. ¿Cómo puedes hacer que te obedezca?. Acércate a mi lado y te lo demostraré, dijo Bankei.

Orgullosamente, el sacerdote avanzó entre la multitud hasta llegar al lugar ocupado por el maestro. Este sonreía. ‘Colócate a mi izquierda’. El sacerdote obedeció.
‘No, espera’, se retractó Bankei. ‘Hablaremos mejor si estás a mi derecha. Ponte aquí’.
El sacerdote se dirigió altivamente hacia la derecha.
¿Lo ves?, observó entonces Bankei. “Estás obedeciéndome, y la verdad es que pienso que eres una persona muy dócil. Ahora siéntate y escucha’.

LA LUNA NO SE PUEDE ROBAR

Ryokan, un maestro zen, vivía de la forma más sencilla posible en una choza al pie de una montaña. Cierto día, por la tarde, estando él ausente, un ladrón se introdujo en el interior de la cabaña, solo para descubrir que no había allí nada que pudiese ser robado.
Ryokan, que regresaba entonces, se encontró con el ladrón en su casa.
‘Debes haber hecho un largo viaje para venir a visitarme’, le dijo, ‘y no sería justo que volvieras con las manos vacías. Por favor acepta mis ropas como un regalo’.
El ladrón estaba perplejo, pero al fin cogió las ropas y se marchó.
Ryokan se sentó en el suelo, desnudo, contemplando la luna a través de la ventana. ‘Pobre hermano’, se decía. ‘Ojalá pudiese haberle dado esta maravillosa luna’.

EL CHINO FELIZ

El visitante de cualquier barrio chino de Norteamérica habrá observado estatuas de un rechoncho personaje con un saco de lino a sus espaldas. Los comerciantes chinos lo llaman Chino feliz o Buda Sonriente.

Este tal Hotei vivió en la dinastía T’ang. No mostró nunca interés alguno en ser llamado maestro zen ni en congregar muchos discípulos a su lado. Solía recorrer las calles con un gran saco en el que metía dulces, frutas y rosquillas, que regalaba a los niños con los que se detenía a jugar por el camino. Puede decirse que estableció un jardín de infancia callejero.

Siempre que se encontraba con un monje zen, extendía la mano y le decía: ‘Dame una moneda’.Si alguno le instaba a ir a algún monasterio para enseñar la doctrina, él respondía: ‘Dame una moneda’.
Una vez, estando ocupado en esta especie de juego, otro maestro zen le preguntó: ¿Cuál es el significado del zen?.
Hotei depositó sonoramente su saco en el suelo, por toda respuesta.
‘Entonces’ prosiguió el otro, ¿cuál es la realidad del zen?
Inmediatamente el Chino Feliz se cargo el saco al hombro y continúo su camino.

TRES DIAS MAS

Suiwo, el discípulo de Hakuin, llegó a ser un excelente maestro. Cierto año, durante el periodo de retiro veraniego, recibió la visita de un pupilo oriundo de una lejana isla en el sur del Japón.

Suiwo le dió a resolver el problema: “Escucha el sonido de una sola mano”

El pupilo permaneció a su lado durante tres años, pero no pudo pasar la prueba. Una noche se presentó ante Suiwo con lágrimas en los ojos.
“Tendré que volver al sur en la vergüenza y el oprobio”, dijo, “pues no fui capaz de resolver mi problema”.

“Espera una semana más y medita constantemente”, le aconsejo el maestro. Pero la iluminación seguía sin llegar. “Inténtalo otra semana” dijo Suiwo. El pupilo obedeció, pero en vano.

“Otra semana más”. Era inútil. Desesperado, el estudiante rogó a Suiwo que lo dejara marchar, pero éste propuso cinco días más de meditación. Transcurrieron estos sin resultado. Entonces Suiwo dijo: “Medita tres días más. Si tampoco lo consigues ahora, lo mejor que puedes hacer es suicidarte”.

Al segundo día, el pupilo fue iluminado.

ALOJAMIENTO A CAMBIO DE DIALOGO

Con tal que proponga a sus moradores, y lo gane, un debate sobre cualquier aspecto del budismo, todo monje vagabundo tiene derecho a quedarse en un monasterio zen. Si, por el contrario, sale derrotado, deberá marcharse.

Dos hermanos, ambos monjes, vivían solos en un monasterio en el norte de Japón. El hermano mayor era muy docto, mientras que el pequeño era estúpido y le faltaba un ojo.

Un monje vagabundo llegó cierto día al monasterio en busca de alojamiento. Según la costumbre, desafió a los hermanos a entablar una discusión sobre la sublime enseñanza. El mayor, que se encontraba bastante cansado de tanto estudiar, pidió al más joven que tomara su puesto. “Ve y arréglatelas para que el diálogo se haga en silencio”, le aconsejó, pues conocía su escasa habilidad con las palabras.

El joven monje y el recién llegado se dirigieron al oratorio y tomaron asiento.

Poco después, el forastero llegaba corriendo hasta el lugar donde se encontraba el hermano mayor. “Puedes sentirte satisfecho”, le dijo. “Tu joven hermano es un eminente budista. Me ha derrotado”

“Cuéntame cómo se desarrollo el diálogo”, le rogó el hermano mayor.

“Al sentarnos”, explicó el viajero, “yo levanté un dedo, representando al Buda, el Iluminado. Él replicó levantando dos dedos, dando a entender que una cosa era el Buda y otra sus enseñanzas. Tras lo cual yo alcé tres dedos, simbolizando al Buda, sus enseñanzas y sus seguidores, llevando una vida armoniosa. Pero él me lanzó un puño a la cara, indicándome que las tres cosas proceden de una comprensión única. Fue así como ganó, y por lo tanto yo no tengo derecho a quedarme”. Dicho esto, reemprendió su camino.

¿Dónde se ha metido ese tipo?, preguntó el hermano menor, que salía entonces del monasterio.

“Tengo entendido que ganaste el debate”.
“No gané nada. Vengo a darle una paliza a ese monje”.
“Cuéntame cuál fue el tema de la discusión”,dijo el hermano mayor.

“¡El tema¡… Pues bien: Nada más sentarnos, ese tipo levantó un dedo, insultándome al insinuar que sólo tengo un ojo. No obstante, puesto que se trataba de un forastero, pensé que era mi obligación portarme cortésmente, así que le mostré dos dedos, felicitándolo por su buena suerte, que le habían permitido conservar ambos ojos. Pero entonces, el muy miserable alzó impunemente tres dedos, sugiriendo que entre él y yo no sumábamos más que tres ojos. Esto me saco de mis casillas y empecé a darle de puñetazos, pero él logró escapar y así acabó todo”.

LA VOZ DE LA VERDAD

Después de la muerte de Bankei, un hombre ciego que vivía cerca del monasterio del maestro contaba a un amigo: “Al estar privado de la vista, me resultaba imposible distinguir los rasgos de la cara de una persona, así que debo juzgar su carácter por el sonido de su voz. Generalmente, cuando oigo a alguien felicitar a otro por su buena suerte o su éxito en la vida, escucho también un secreto tono de envidia. Cuando lo que se expresa es condolencia por la desgracia ajena, detecto a la vez cierto placer y satisfacción, como si el que se conduele estuviese realmente viendo en el fracaso del otro un hueco abierto para sus propios logros.

“A lo largo de toda mi experiencia, sin embargo, la voz de Bankei no dejó nunca de ser sincera. Siempre que pronunciaba palabras de alegría, no escuchaba yo otra cosa sino alegría; y cuando lo que manifestaba era tristeza, tristeza era todo lo que oía”.

NI AGUA NI LUNA

Cuando la monja Chiyono era una estudiante de zen bajo la guía de Bukko, de Engaku, tuvo que esperar muchos años antes de poder degustar los frutos de la meditación.

Cierta noche de luna llena, Chiyono traía agua del pozo en un viejo cubo atado con hojas de bambú. Estas se rompieron y la base del cubo se desprendió, derramándose toda el agua al exterior.

En ese instante, Chiyono se liberó.
En conmemoración, escribió este poema:

Día tras día traté de salvar el viejo cubo,
Pues las tiras de bambú estaban debilitándose y amenazaban con romperse.
Hasta que al fin la base cedió.
¡No hay ya agua en el cubo!
¡No hay ya luna en el agua!

TARJETA DE VISITA

Keichu, el gran maestro zen de la era Mji, era el prior del templo de Tofuku, en Kioto. En cierta ocasión recibió la visita del gobernador. Era la primera vez que este venía a verlo.

Un sirviente presentó su tarjeta, en la que se leía:
Kitagaki, gobernador de Kioto.
“No tengo nada que ver con ese señor”, declaró Keichu al mensajero.
“Dile que se marche”.
El sirviente, disculpándose, devolvió la tarjeta al gobernador. “Fue culpa mía” dijo este, y tomando un lápiz tacho las palabras gobernador de Kioto.
“Ve y anúnciame de nuevo”.
¡Ah! ¿Se trata de ese tal Kitagaki?, exclamó el prior al leer la tarjeta.
Dile que pase; quiero verlo.

EL ZEN DE CADA INSTANTE

Los estudiantes zen permanecen un mínimo de diez años con sus maestros antes de que se les considere capacitados para enseñarlo a su vez. En cierta ocasión, Nan-in recibió la visita del monje Tenno, el cual, habiendo terminado recientemente su periodo de aprendizaje, se había convertido en maestro. Como el día era muy lluvioso, Tenno calzaba suecos de madera y había traído consigo un paraguas. Nan-in le dio la bienvenida y le dijo: “Supongo que dejaste tus zuecos en el vestíbulo. Quiero que me digas si el paraguas está a la izquierda o la derecha de los zuecos”.

Tenno, confundido, no acertó a dar una respuesta inmediata. Comprendió entonces que era aún incapaz de mantener su espíritu en estado de lucidez zen todo el tiempo. Así que se hizo discípulo de Nan-in y estudió con él otros seis años, hasta que al fin logró sonsumar en sí mismo el zen-de-cada-instante.

EL DONANTE DEBERIA ESTAR AGRADECIDO

Cuando Seisetsu era el maestro del templo de Engaku, en Kamakura, clamaba constantemente por salas más grandes, ya que aquellas en las que impartía sus enseñanzas estaban siempre atestadas de discípulos. Un tal Umezu Seibei. Rico mercader de Edo, decidió donar quinientas piezas de oro, llamadas ryo, para la construcción de una escuela más espaciosa. Él mismo llevó en persona el dinero a Seisetsu.
Este dijo: ”De acuerdo, lo tomaré.”

Umezu le entregó el saco de oro, si bien no estaba nada satisfecho con la actitud del maestro. Una persona podía vivir un año entero con tres ryo, y a él ni siquiera le habían dado las gracias por quinientos.
“En ese saco hay quinientos ryo, insinúo.
“Eso me dijo antes”, replicó Seisetsu.
“Por muy acaudalada que yo sea”, protestó el comerciante, quinientos ryo es un montón de dinero”.
¿Quiere que le de las gracias por el?, preguntó Seisetsu.
Debería haberlo hecho, contestó Umezu.
¿Por qué debería?, dijo el maestro.
Es el donante quien tendría que estar agradecido.

LAS PUERTAS DEL PARAÍSO

Un soldado llamado Nobushige preguntó en cierta ocasión a Hakuin: ¿Hay verdaderamente un infierno y un paraíso?.
¿Quién eres tú?, le interrogó Hakuin.
Soy un samuray, replicó el guerrero.
¿Tú, un soldado?, exclamó Hakuin.
¿Qué gobernante te aceptaría en su guardia? Tu cara recuerda la de un pordiosero.
Nobushige se enfureció al oír esto de tal forma que llevó amenazadoramente su mano al mango de la espada. Pero Hakuin prosiguió:
¡Así que tienes una espada! Probablemente sea un arma demasiado burda para cortar mi cabeza.
Nobushige sacó la espada de su funda
Hakuin dijo: ¡Aquí se abren las puertas del infierno!
Comprendiendo el sentido de las palabras del maestro, el samuray envainó la espada e hizo una reverencia.
¡Aquí se abren las puertas del paraíso! Concluyó Hakuin.

EN LAS MANOS DEL DESTINO

Un famoso guerrero japonés, llamado Nobunaga, decidió atacar al enemigo a pesar de ser éste diez veces superior en número. Estaba seguro de la victoria, pero sus hombres no pensaban lo mismo.

De camino hacia el campo de batalla, Nobunaga se detuvo ante un santuario shintoísta y anunció a los soldados: Después de visitar el templo, lanzaré una moneda al aire. Si sale cara, ganaremos; si cruz seremos derrotados. El destino nos tiene en sus manos.

Nobunaga entró en el santuario y oró en silencio. Al salir, tiró la moneda. Salió cara. Sus soldados se lanzaron al combate con tal vehemencia que la batalla cayó fácilmente de su lado.

Nadie puede alterar los designios del destino, le dijo al general, después de la victoria, uno de sus oficiales. ‘Nadie, ciertamente, asintió Nobunaga, sacando del bolsillo una moneda trucada, con una cara en cada lado.

EL ARISTÓCRATA ZOQUETE

Dos maestros zen, Daigu y Gudo, fueron invitados a la mansión de un noble que quería financiar la construcción de un templo. Nada más llegar, Gudo le dijo: Sois sabio por naturaleza, y me complace observar que poseéis una habilidad innata para el aprendizaje del zen.

¡Tonterías!, exclamó Daigu. ¿Por qué adulas a este zoquete? Puede que sea un noble señor, pero en cuanto respecta al zen no es más que un vulgar analfabeto.

Consecuencia de ello fue que, en lugar de construir el templo para Gudo, el aristócrata prefirió a Daigu y se convirtió en su discípulo.

VERDADERA PROSPERIDAD

Un hombre rico pidió una vez a Sengai que escribiese algo a favor de la continua prosperidad de su familia, de forma que fuese transmitiéndose de una generación a otra.
Tomando una gran hoja de papel, Sengai escribió: ‘El padre muere, el hijo muere, el nieto muere’
Esto irritó al hombre, que exclamó: ¡Te pedí que escribieras algo para la felicidad de mi familia! ¿Qué clase de broma es esta?.

No es ninguna broma, replicó Sengai. Si tu hijo muriese antes que tú, esto te afligiría mucho. Si tu nieto tuviese que dejar este mundo antes que tu hijo, a ambos se os rompería el corazón. Pero si tu familia, generación tras generación, va muriendo según el orden en que lo he escrito, será el curso natural de la vida. A eso lo llamo yo verdadera prosperidad.

NADA EXISTE

Cuando era un joven estudiante de zen, Yamaoka Tesshu solía ir de un maestro a otro. En cierta ocasión hizo una visita a Dokuon, que vivía en el monasterio de Shokoku.

Ansioso por demostrar sus conocimientos, Yamaoka declaró: ‘La mente, el Buda y todos los seres vivientes, al fin y al cabo, no existen. La verdadera naturaleza de los fenómenos es el vacío. No hay realización, no hay ilusión; no hay sabiduría, no hay ignorancia. No hay nada que dar, nada que pueda ser recibido’.

Dokuon, que fumaba tranquilamente, no hizo comentario alguno. De repente, se levantó y golpeó fuertemente a Yamaoka con su pipa de bambú. El joven estudiante montó en cólera.

‘Si nada existe’, inquirió Dokuon, ¿de dónde viene esa furia?.

CUANDO LLEGA LA HORA

Kikuyu, el maestro zen, era muy listo aun siendo un muchacho. Su maestro poseía una preciosa taza de té, una antigüedad muy rara y de gran valor. Un día, Kikuyu la rompió sin darse cuenta. Oyendo entonces el ruidos de las pisadas de su maestro, escondió precipitadamente las piezas rotas tras de sí. Al entrar aquél en el cuarto, Kikuyu le preguntó: Maestro, ¿por qué la gente tiene que morir?
Es lo natural, explicó el viejo, todas las cosas tienen que morir, como tienen tiempo también para vivir.
Kikuyu sacó entonces la taza rota y dijo: Maestro, le ha llegado a su taza la hora de morir.

DIALOGO ZEN

Los maestros zen enseñan a sus jóvenes pupilos a expresarse por sí mismos. Dos monasterios zen, vecinos entre sí, tenían cada uno de ellos un pequeño protegido. Sucedió que uno de ellos, yendo por la montaña a comprar legumbres, se encontró con el otro en el camino.
¿Adónde vas? Le preguntó al verlo.
Voy a donde mis pies me lleven, respondió el otro.
Esto dejó confundido al primer pupilo, que fue enseguida a consultar a su maestro.

“Mañana por la mañana”, le aconsejó este, cuando vuelvas a encontrarte con ese muchacho, repítele la pregunta que le formulaste hoy. Te responderá lo mismo, y entonces tú le dirás: “Supón que no tuviese pies.” ¿Adónde irías entonces?
Esto lo pondrá sin duda en un buen aprieto.
Los dos muchachos se encontraron a la mañana siguiente.
¿Adónde vas?, preguntó el primero.
Voy allá donde me lleve el viento, repondió el otro.
Esto volvió a dejar perplejo al jovencito, que contó su fracaso a su maestro.
Pregúntale a dónde iría si no soplase el viento, le sugirió este.
Al día siguiente se encontraron por tercera vez.
¿Adónde vas?, preguntó el primero.
Voy al mercado a comprar legumbres, replicó el otro.

EL ÚLTIMO CUPÓN

Tangen Había sido pupilo de Sengai desde su más tierna infancia. Al cumplir los veinte años, sintió deseos de conocer otros maestros para poder hacer un estudio comparativo, pero Sengai no se lo permitía. Siempre que Tangen hacía alguna sugerencia al respecto, su maestro le propinaba un cupón.

Por fin, Tangen pidió a un monje de mayor edad que intercediese por él ante Sengai. ‘Está arreglado’, le confirmó poco después su compañero. He hablado con Sengai y me ha dicho que puedes marcharte cuando quieras.

Tangen fue a dar gracias a su maestro. La respuesta de Sengai fue un cupón aún más fuerte que los anteriores.

Cuando Tangen contó lo sucedido al otro monje, este quedó sorprendido. ¿Qué significa esto?, dijo. No tiene sentido que Sengai acceda a tu petición y luego cambie de idea tan fácilmente. Iré a decírselo.
Y fue de nuevo a hablar con el maestro.

No he cancelado el permiso, le aseguro Sengai. Simplemente quise darle un último golpecito a ese muchacho, pues no podré ya volver a reprenderle cuando vuelva iluminado.

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